domingo, 8 de noviembre de 2015

Comienzos estancados - Capítulo I: Magnolia

Magnolia es la primera en aparecer con su "Soledad", en un derroche de ingenio y detalle que no se había llegado a permitir explorar, o por lo menos no en esta clave. Sin embargo, conserva un detalle que es constante en ella: un ritmo inconfundible. Al igual que en los próximos textos, no expondremos las razones por las cuales estos se estancaron, sino que lo dejaremos a la querida, apreciada, y nunca bien ponderada, apreciación de usted, el lector. 


Soledad

Su canto era frío, nostálgico, bastante ausente (más de lo normal), como si algo le doliera desde lo más profundo de su ser. “Soledad, mi niña, ¿estás bien?” preguntó su captor, saboreando cada palabra dicha. Ella no moduló, no se atrevía a emitir palabra alguna desde la noche en que la secuestraron. Su melodiosa voz se apagaba conforme se gastaban los minutos en el reloj de bolsillo del guarda de turno, que se sentaba al lado de la puerta con un radio mal sintonizado y un cigarrillo sin prender en la boca. Ella moría por ese cigarrillo, o por un poco de agua, pero nada salía de su boca que no fuera el amargo tarareo de una cancioncilla que nadie había reconocido. Sentía sus párpados pesados, le palpitaban las magulladuras en sus brazos y sabía que tenía algunos rasguños en su piel; el frío de aquella oscura habitación hacía más intensa la cicatrización (o pudrición) de sus heridas. 
Cuando reinaba el silencio era porque se dejaba sumergir en un sueño casi mortal, viajaba dentro de sí misma hacia la plenitud del alma: los palacios de la memoria, esos bellos lugares construidos en su imaginación que nadie nunca puede arrebatarle. Allí, en el salón principal, un gramófono ambienta la estancia llena de cuadros renacentistas y reproduce un LP de tres canciones que se repite una y otra vez; su fascinación por Chet Baker y la majestuosidad de su sonido hacía que su corazón no quisiera escuchar ningún otro instrumentista: era algo más que personal el asunto ese de la trompeta. Al lado izquierdo, justo después de la repisa donde se halla el gramófono y un par de porcelanas que eran de su abuela, se dibujaban unas escalinatas en forma de caracol con columnas griegas en su construcción que iban al segundo piso del palacio. Sí, podría tener más pisos y habitaciones, pero en los escasos 17 años de Soledad, la distribución del edificio apenas y era clara. 

La primera habitación estaba llena de muñecas de trapo, de esas que le hacía su madre los sábados en la mañana para que ella jugara el resto del fin de semana. Las había de todos los tamaños, colores, texturas y vestuarios. Su favorita, la consentida, yacía en la mecedora que estaba en el extremo del cuarto donde había una ventana, desde la que se divisaban los jardines de hortensias que tanto cuidaba su padre. Esa misma ventana era por la que su madre distraía su costura en las tardes de semana, esperando por el camino ver la llegada de su amado. Ella, perdida en sus pensamientos, solía sentarse en esa mecedora abrazando a Lorena, su muñeca, y miraba por esa ventana con ojos anhelantes de ternura. Sabía que nadie llegaría, pero estaba perdidamente enamorada de esa bella sensación de esperar… y esperar… y esperar…

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