Magnolia es la primera en aparecer con su "Soledad", en un
derroche de ingenio y detalle que no se había llegado a permitir explorar, o
por lo menos no en esta clave. Sin embargo, conserva un detalle que es
constante en ella: un ritmo inconfundible. Al igual que en los próximos textos,
no expondremos las razones por las cuales estos se estancaron, sino que lo
dejaremos a la querida, apreciada, y nunca bien ponderada, apreciación de
usted, el lector.
Soledad
Su canto era frío, nostálgico, bastante ausente (más de lo normal), como
si algo le doliera desde lo más profundo de su ser. “Soledad, mi niña, ¿estás
bien?” preguntó su captor, saboreando cada palabra dicha. Ella no moduló, no se
atrevía a emitir palabra alguna desde la noche en que la secuestraron. Su
melodiosa voz se apagaba conforme se gastaban los minutos en el reloj de
bolsillo del guarda de turno, que se sentaba al lado de la puerta con un radio
mal sintonizado y un cigarrillo sin prender en la boca. Ella moría por ese
cigarrillo, o por un poco de agua, pero nada salía de su boca que no fuera el
amargo tarareo de una cancioncilla que nadie había reconocido. Sentía sus
párpados pesados, le palpitaban las magulladuras en sus brazos y sabía que
tenía algunos rasguños en su piel; el frío de aquella oscura habitación hacía
más intensa la cicatrización (o pudrición) de sus heridas.
Cuando reinaba el silencio era porque se dejaba sumergir en un sueño
casi mortal, viajaba dentro de sí misma hacia la plenitud del alma: los
palacios de la memoria, esos bellos lugares construidos en su imaginación que
nadie nunca puede arrebatarle. Allí, en el salón principal, un gramófono
ambienta la estancia llena de cuadros renacentistas y reproduce un LP de tres
canciones que se repite una y otra vez; su fascinación por Chet Baker y la
majestuosidad de su sonido hacía que su corazón no quisiera escuchar ningún
otro instrumentista: era algo más que personal el asunto ese de la trompeta. Al
lado izquierdo, justo después de la repisa donde se halla el gramófono y un par
de porcelanas que eran de su abuela, se dibujaban unas escalinatas en forma de
caracol con columnas griegas en su construcción que iban al segundo piso del
palacio. Sí, podría tener más pisos y habitaciones, pero en los escasos 17 años
de Soledad, la distribución del edificio apenas y era clara.
La primera habitación estaba llena de muñecas de trapo, de esas que le
hacía su madre los sábados en la mañana para que ella jugara el resto del fin
de semana. Las había de todos los tamaños, colores, texturas y vestuarios. Su
favorita, la consentida, yacía en la mecedora que estaba en el extremo del
cuarto donde había una ventana, desde la que se divisaban los jardines de
hortensias que tanto cuidaba su padre. Esa misma ventana era por la que su
madre distraía su costura en las tardes de semana, esperando por el camino ver
la llegada de su amado. Ella, perdida en sus pensamientos, solía sentarse en
esa mecedora abrazando a Lorena, su muñeca, y miraba por esa ventana con ojos
anhelantes de ternura. Sabía que nadie llegaría, pero estaba perdidamente
enamorada de esa bella sensación de esperar… y esperar… y esperar…
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