domingo, 13 de diciembre de 2015

Comienzos estancados - Capítulo III: Maleno

Maleno, por su parte, cierra esta sección de creaciones ajenas al eterno bucle del tic tac, con una contundencia narrativa acostumbrada en él y un aire de simplicidad magistral propio de una mente con guía nutricional cargada de magra proteína literaria junto a una amplia gama de vitaminas desconocidas para los expertos de la cocina. Las letras adjuntas a continuación lo alimentarán a usted, lector, de un humor innegable que va de la mano de una crítica que acalora. 


Infierno grande

Nuestro pueblo contaba con la tranquilidad de un sitio alejado y desconocido. Su constitución física era tan peculiar y agradable como la paz que en él se percibía; el parque de Bolívar estaba sobre un modesto cerro con una fuente seca que se rodeaba de árboles delgados y no muy altos, pintados de la raíz hasta medio tronco con cal. Uno de los costados del parque era la iglesia nueva, que ocultaba los restos de la vieja bajo los cimientos del atrio; en frente, un edificio blanco y robusto de tres pisos servía como alcaldía, dos cantinas contiguas estaban en uno de esos cuatro costados; y en el otro estaba la casa del alcalde, que era una sencilla edificación de dos plantas, de paredes blancas en tapia y zócalos altos de color café oscuro, y su segundo piso era de tablones de comino. El día que comenzó la segunda génesis del pueblo, la brisa ajena que provenía del Magdalena y que primeramente pasaba por el puerto de Berrío se extrañó al llegar al sitio y no sentir en las sillas de mimbre destemplado a las señoras y señores del pueblo, que a las doce del día se tumbaban en ellas y se mecían mientras miraban a la calle desde sus balcones; entonces recorrió las calles desiertas que se descolgaban hasta las vegas, a veces como paredes por los lados más empinados del cerro, y a veces simples planes de piedra y cemento. Su único consuelo era mover las materas en los colgandejos al lado de las ventanas mientras andaba errante.
Cuando el vapor del río que corría al lado del pueblo se sumó a la brisa, llegaron ambos por fin al coliseo, donde todos estábamos ocupados en menesteres propios de la política en tiempos de elecciones. Faltando un cuarto para la una, todavía no estaban listas las casetas de cartón, ni los profesores habían terminado de confirmar y organizar el material electoral. Así que unos nos sentamos en las gradas del coliseo y otros lo abandonaron hasta escuchar que desde la tarima central dieran la orden de empezar. Nadie se podía escapar del sopor de la tarde y muchos improvisamos abanicos con las hojitas de propaganda para ventearnos. Eso sí, cada uno se percataba de usar el panfleto que debía ser. Tal vez si el jurado hubiese contado los abanicos en vez de los tarjetones, todo habría terminado pronto.