Maleno,
por su parte, cierra esta sección de creaciones ajenas al eterno bucle del tic
tac, con una contundencia narrativa acostumbrada en él y un aire de simplicidad
magistral propio de una mente con guía nutricional cargada de magra proteína
literaria junto a una amplia gama de vitaminas desconocidas para los expertos
de la cocina. Las letras adjuntas a continuación lo alimentarán a usted,
lector, de un humor innegable que va de la mano de una crítica que acalora.
Infierno
grande
Nuestro pueblo contaba
con la tranquilidad de un sitio alejado y desconocido. Su constitución física
era tan peculiar y agradable como la paz que en él se percibía; el parque de
Bolívar estaba sobre un modesto cerro con una fuente seca que se rodeaba de
árboles delgados y no muy altos, pintados de la raíz hasta medio tronco con
cal. Uno de los costados del parque era la iglesia nueva, que ocultaba los
restos de la vieja bajo los cimientos del atrio; en frente, un edificio blanco
y robusto de tres pisos servía como alcaldía, dos cantinas contiguas estaban en
uno de esos cuatro costados; y en el otro estaba la casa del alcalde, que era
una sencilla edificación de dos plantas, de paredes blancas en tapia y zócalos
altos de color café oscuro, y su segundo piso era de tablones de comino. El día
que comenzó la segunda génesis del pueblo, la brisa ajena que provenía del
Magdalena y que primeramente pasaba por el puerto de Berrío se extrañó al
llegar al sitio y no sentir en las sillas de mimbre destemplado a las señoras y
señores del pueblo, que a las doce del día se tumbaban en ellas y se mecían
mientras miraban a la calle desde sus balcones; entonces recorrió las calles
desiertas que se descolgaban hasta las vegas, a veces como paredes por los
lados más empinados del cerro, y a veces simples planes de piedra y cemento. Su
único consuelo era mover las materas en los colgandejos al lado de las ventanas
mientras andaba errante.
Cuando el vapor del río
que corría al lado del pueblo se sumó a la brisa, llegaron ambos por fin al
coliseo, donde todos estábamos ocupados en menesteres propios de la política en
tiempos de elecciones. Faltando un cuarto para la una, todavía no estaban
listas las casetas de cartón, ni los profesores habían terminado de confirmar y
organizar el material electoral. Así que unos nos sentamos en las gradas del
coliseo y otros lo abandonaron hasta escuchar que desde la tarima central
dieran la orden de empezar. Nadie se podía escapar del sopor de la tarde y
muchos improvisamos abanicos con las hojitas de propaganda para ventearnos. Eso
sí, cada uno se percataba de usar el panfleto que debía ser. Tal vez si el
jurado hubiese contado los abanicos en vez de los tarjetones, todo habría
terminado pronto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario